por Cristóbal Bellolio (artículo publicado en Revista Capital, edición del 20 de marzo al 2 de abril de 2009)
“El único riesgo es que te quieras quedar” reza el eslogan que los encargados del turismo colombiano han echado a rodar. Y tienen razones para mostrar su optimismo. Hoy Colombia despierta de una pesadilla que la estigmatizó por décadas, se mejora de una enfermedad de terrorismo, narcotráfico y demasiada, demasiada muerte. Del ensueño del “realismo mágico” de Macondo pasó a sufrir los rigores del “realismo trágico”, en tiempos en los cuales Bogotá fue “Drogotá” y Medellín pasó del amistoso “Medallo” al chocante “Metrallo”. Hoy Colombia es una nación convaleciente, que se recupera a paso lento pero seguro, de la mano de una gestión gubernamental que cosecha apoyos inéditos. Pero, ¿Cuál fue el origen de tantos males? ¿Qué terapia necesitó para superar el cáncer del odio y la violencia? ¿Qué podemos esperar para el futuro de una de las naciones más hermosas del continente? Después de un intensivo viaje mochila al hombro, estas son parte de las respuestas que encontré…
UNA HISTORIA VIOLENTA
El primer aspecto que me llamó profundamente la atención sobre historia reciente de Colombia es el verdadero monopolio político que durante muchísimo tiempo mantuvieron conservadores y liberales a partir de los años cincuenta. En efecto, se repartieron el poder y excluyeron la posibilidad de terceros participantes en la contienda democrática hasta entrados los años ’90. Cualquier proyecto político de izquierda, aun en plenos años de expansión del ideario guevarista, fue proscrito. La exclusión del sistema no hizo sino alimentar la alternativa antisistémica: La guerrilla. Sin querer justificar en lo más mínimo el proceder de las FARC o el ELN, resulta evidente que en escenarios como el descrito, la radicalidad cobra sentido. ¿Qué habría ocurrido en Chile si a las fuerzas que componían la Unidad Popular se les hubiera negado su derecho a competir por el poder? ¿No nos imaginamos acaso una intensificación de la retórica violentista y un mayor protagonismo de grupos ortodoxos?
Durante los siglos previos y posteriores a la independencia, tanto en Colombia como en gran parte de Latinoamérica, los grupos oligárquicos establecieron lógicas de exclusión política, económica y social. Y esto está lejos de ser una frase ideológica. Los que así lo creen son los mismos que demonizan a Chávez o Evo Morales, desconociendo que estos son producto de la incapacidad de las propias elites de generar condiciones de inclusión. El caso colombiano parece ser paradigmático. En nombre de la sensatez y la estabilidad fue sacrificada la representatividad y la diversidad. No ignoro que la propia democracia y la tolerancia tienen sus límites, pero ya sabemos que la marginación de tantos, deliberada y sostenida en el tiempo, no trae buenos frutos.
Puede parecer anacrónico hacer este análisis en momentos en los cuales prácticamente nadie mira con buenos ojos a la guerrilla colombiana. Han extraviado el romanticismo originario de la causa, han perdido el apoyo de la intelectualidad izquierdista internacional, han contaminado la arenga ideológica con el narcotráfico para mantener a flote sus finanzas, han sufrido resonantes derrotas militares a manos del ejército regular (la caída de Raúl Reyes y el rescate de Ingrid Betancourt son las más simbólicas del último lapso), y lo peor de todo, han quedado huérfanos en la opinión pública: El descrédito (y el desprecio) de la enorme mayoría de sus compatriotas es el verdadero comienzo del fin de las FARC. Al menos, hace que su calificación de grupo terrorista, y no “grupo beligerante”, se haga cada vez más evidente. Pero todo lo anterior no elimina el pecado original de exclusión política que desde 1964 le ha significado indirectamente a Colombia miles de miles de muertes, secuestros y sendas violaciones a los derechos humanos.
Obviamente, el fenómeno de la violencia no surge única y espontáneamente en la negación política de la izquierda. El narcotráfico se adueñó de las calles entre los ochenta y los noventa, dejando tras de sí una estela casi tan terrible como la del enfrentamiento guerrillero. La captura y el posterior ajusticiamiento de Pablo Escobar en 1993 significaron ciertamente un golpe al imperio de la cocaína, pero éste no se acabó por arte de magia. Los sicarios pulularon a la orden de nuevos capos menores y a veces a merced de su propio capricho macabro. La sangre de miles de adolescentes tiñó ciudades como Medellín, como lo relata crudamente Vallejos en su “Virgen de los Sicarios”. Pero lo que encontré en la segunda ciudad de Colombia dista mucho de lo que leí en esas páginas. Parques y museos son ejemplos de dedicados espacios públicos al servicio de la comunidad. En el tristemente célebre barrio de Santo Domingo, viejo semillero de asesinos por pocos pesos, hoy se levanta una supermoderna biblioteca inaugurada nada menos que por los reyes de España. Lo sobresaliente de las intervenciones urbanas da la idea de una ciudad empeñada en transformarse en una experiencia modelo digna de imitación.
Existen finalmente otras interpretaciones de corte más sociológico que hablan de un pueblo que recurre a la violencia en forma casi genética. La idiosincrasia colombiana tendería a premiar al macho dominante de la manada, lo que a fin de cuentas habría favorecido la aparición de guerrillas en ambas veredas y narcos en todo el país. El reconocimiento social al personaje que enfrenta la vida con hombría, arrojo y estoicismo explicaría parte del problema. Es, y se observa en todas las esquinas, una nación marcadamente machista.
TODO POR SEGURIDAD
Que las condiciones de seguridad han mejorado en Colombia no es un misterio. Para los turistas no existen peligros mayores a los que podrían encontrar en otro país latinoamericano o en cualquier ciudad grande del mundo. El miedo en la población ha retrocedido considerablemente. Los taxistas, puerta de entrada a la sabiduría popular en cualquier rincón del orbe, contagian rápidamente una sensación positiva respecto a los tiempos que corren (¿alguna vez han escuchado una perorata optimista de labios de un taxista argentino?), lo que para la voz de la calle tiene un principal responsable: Álvaro Uribe.
En efecto, el presidente que conduce las riendas de Colombia desde 2002 (y que concluye su segundo período en 2010) no ha escatimado recursos a la hora de combatir a la guerrilla. Los puntos buenos que ha anotado en esta batalla son por lejos más valorados que los aspectos controvertidos de su gestión. Su política de “seguridad democrática”, como el mismo la denomina, es el eje rector de su mandato, y es referente obligado para quien aspire a sucederlo. Con Uribe, las FARC están en la condición más desmejorada que se recuerde desde su nacimiento. Por lo mismo, la tentación del presidente sería extenderse a un tercer período que le permita poner punto final al enfrentamiento, imponiéndose en una negociación que los guerrilleros adelantan, sería implacable. La cuestión de la segunda reelección, en todo caso, aun no está zanjada, y los pronósticos (incluidas sus propias señales confusas) auguran que dará un paso al costado, desatando una pugna nada pacífica entre sus partidarios.
Pero la seguridad tiene sus costos. Tal como ocurre cada vez que los países son víctimas de amenazas o ataques, la libertad individual queda parcialmente afectada para que los órganos correspondientes puedan trabajar sin contratiempos en la prevención de nuevas alteraciones al orden público. Las medidas adoptadas en los aeropuertos de Estados Unidos después del atentado a las Torres Gemelas son el ejemplo más ilustrativo. Desde entonces muchas personas son objeto de revisiones exhaustivas que se acercan peligrosamente a la humillación, sin siquiera mencionar confiscación de bienes, dilaciones perjudiciales por las que nadie responde y otras violaciones menores a la intimidad. Haciendo un tramo en bus desde Bogotá, fuimos detenidos en plena carretera, donde tuve que descender para el cateo de rigor, de piernas abiertas y contra la pared. No podría decir “sin razón aparente”, ya que comprendí que el control aleatorio es parte del repertorio. Cuando la finalidad es legítima y compartida, y el procedimiento es respetuoso, la gente acepta estas medidas de buen grado. Otras igualmente restrictivas observé a la entrada de centros comerciales y especialmente en algunas universidades. Traté de ingresar a varias pero me topé con torniquetes y guardias de seguridad que me impidieron el paso por no ser estudiante de ellas. Desde afuera saqué algunas fotos pero rápidamente fui corrido del lugar por los agentes del orden.
Cuando consulté si acaso la “militarización” de las calles no les parecía un tanto inquietante, me respondieron que todo lo contrario. Mientras el escenario generaba en mí cierta paranoia, junto a la sensación de estar bajo vigilancia, de quedar sometido a la arbitrariedad de la autoridad armada, para la mayoría de los colombianos la presencia del ejército, de la policía o de la seguridad privada es sinónimo de tranquilidad. Me quedé tranquilo yo también entonces. Aunque hace algunos años las fuerzas del orden no eran requeridas precisamente por sus dudosos vínculos, hoy parece tratarse de una verdadera garantía pública. En conclusión, la “seguridad democrática” (que incluye la participación, al menos en teoría, de la propia comunidad) se ha impuesto y es el precio que Colombia paga gustosamente por avanzar hacia la paz.
CAPITALISMO SALVAJE
Otra característica sobresaliente del pueblo colombiano es su relación con el dinero. Sencillamente lo adoran. Un cierto criterio materialista se impone en las relaciones, y en nombre de la riqueza son incontables los casos que han sucumbido al lado oscuro. El estilo de vida de los narcos ha hecho escuela, y todavía hay cientos de miles de niños que sueñan con ese modelo de “platica” fácil. Hace poco tiempo la teleserie “Sin tetas no hay paraíso” (que el pudor chileno transformó en “Sin senos no hay paraíso”) retrató la realidad de una verdadera clase de muchachas que por un puñado de dólares estaban dispuestas a cualquier cosa. Las “prepago”, como se les apoda, son la cara femenina de la corrupción moral colombiana, las habituales parejas de los “traquetos” o traficantes de droga.
Pero no sólo ellos andan tras el color del dinero. Los casinos se multiplican en todas las cuadras, así como las casas de empeño, abiertas las veinticuatro horas, para hacer todo vicio sustentable. La combinación con el fenómeno delictivo es letal: Por unas buenas zapatillas en pies ajenos bien valen un par de balazos. Hace poco se destapó asimismo un fraude de proporciones en una operación tipo pirámide financiera que desnudó, una vez más, el hambre de los colombianos por multiplicar sus fondos con celeridad. Aunque ignoro el origen profundo de esta devoción por el consumo, alcancé a observar que en general la lógica transaccional impera a falta de otras lógicas redistributivas. El Estado, como lo conocimos en Latinoamérica a mediados del siglo XX, no existió en Colombia. Al parece hubo poca industrialización y fomento productivo, poca infraestructura y conexión territorial, poca asistencia y focalización social. En este contexto resulta comprensible que la ciudadanía no espere soluciones por parte del gobierno de turno, que haya zonas de la geografía cafetera (ya lo suficientemente accidentada) en las cuales reine el cacique local, cuando no la guerrilla, y que todavía estemos hablando de un país con la mitad de sus habitantes bajo la línea de pobreza. Quizás estas pistas puedan ayudarnos a comprender la fuerza (y las consecuencias) de una economía de mercado cuando penetra en la mentalidad de una nación que carece de otras estructuras básicas para el desarrollo. Pero pensando en lo que ocurre actualmente con el debut capitalista en Cuba o en Vietnam (donde frecuentemente se transgreden normas legales y éticas para incrementar las ganancias), no creo justo atribuir el problema a la mera ausencia de instituciones o a la hegemonía de un color político determinado, sino más bien a la debilidad de ciertos fundamentos morales que facilitan la corrupción del edificio social.
Los desafíos, sin embargo, son enormes. Aunque me referí a un trato natural con el dinero, el proceso de bancarización es todavía lento (tuve que atravesar una ciudad de más de un millón de habitantes para encontrar un cajero automático), el concepto de responsabilidad social empresarial aun se debate en la clásica superficie del “pan y circo” (una infinidad de marcas desfilaron con pendones propios durante el Carnaval de Barranquilla, “haciéndolo posible” como dicen los animadores) y en general la cultura comercial está enfocada en cerrar lo más rápidamente el trato antes que en velar por una experiencia satisfactoria de consumo de bienes y servicios. En este sentido, la expresión más común del lenguaje comercial es “a la orden” (versión caribeña del “mande” mexicano), lo que revela un servilismo subterráneo de siglos, sustantivamente distinto a lo que significa una verdadera cultura de servicio, tal como encontramos en el mundo anglosajón. Sinceramente, llega a ser un poco incómodo tener tantas personas “dispuestas a actuar según nuestras órdenes” cuando se repara en el significado literal de las palabras.
En síntesis, esta patria tiene cuento para regalar. Y en mi perspectiva, mira el horizonte con una abundante dosis de confianza. Más allá de la crisis, que sin duda les golpeará, es posible percibir la convicción de que las cosas marchan por buen camino. Sin ir más lejos, fuimos nosotros los chilenos los que corrimos a Bogotá en busca de recetas para innovar en el transporte capitalino, (aunque huelga decirlo, los nuestros captaron bien defectuosamente el sistema colombiano: El “Transmilenio” contempla sólo servicios troncales y sus vías exclusivas son condición sine qua non para el funcionamiento). Ojalá que en futuro nos puedan seguir dando algunas lecciones.
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